En el amor sufrimos por muchas y variadas causas. La primera de ellas es que toda nuestra cultura amorosa sublima el sufrimiento como la
quintaesencia del romanticismo: parece que sin dolor, no hay entrega verdadera. Muchas de las novelas y películas de amor nos representan la pasión como una emoción negativa que nos invade y nos convierte en monstruos, que nos arrastra hacia abismos insondables, que nos hace cometer locuras, que saca lo peor de nosotras mismas. En la mayor parte de nuestros relatos y canciones,
pareciera que cuando Cupido lanza su flecha, nos condena para siempre a sufrir por amor… y que nosotras no podemos hacer nada excepto resignarnos. Sin embargo, no estamos condenadas: se puede disfrutar del amor.
Nos gusta sufrir por amor y admiramos a todos aquellos héroes y heroínas que son capaces de anularse, de suicidarse, de sacrificar su existencia por amor. Nuestra cultura amorosa mitifica esta asociación entre romanticismo y sufrimiento, y por eso el genio romántico nunca es un personaje feliz: es una víctima que sufre. El que sufre se sitúa más cerca de la divinidad que de la humanidad, siempre aparece como un ser bello y extraordinario cuya extrema sensibilidad le coloca más cerca de lo sublime y lo sagrado. El romántico del XIX sufre porque sus sueños no se hacen realidad: es una persona a la que le cuesta mucho asumir que no es correspondido o que ya no le aman, pero en lugar de ser representado como un inadaptado social, se mitifica su figura doliente.
Así es como el amor en lugar de ser un espacio de felicidad, es un espacio de dolor: cuanto más duele, más puro y auténtico parece el amor, y la persona que ama. Por eso, la condición indispensable para ser un artista en el siglo XIX es que no te amen: si la otra persona te corresponde, ¿cómo vas a llegar al tormento, al odio romántico, al sufrimiento extremo?. Si tu amado o amada te ama, ¿cómo escribir poesía o novela romántica?.
Más tarde, en el siglo XX, la industria cinematográfica mezcla el sufrimiento romántico con los finales felices, de modo que cambia un poco la filosofía: para amar hay que sufrir, pero siempre a cambio de algo: el paraíso romántico. De esta manera, hay una compensación para tanto dolor: cuanto mayor es el sufrimiento, más hermoso es el final feliz.
El amor entonces es el premio, es aquello que hay al final del camino: el héroe vive sus batallas, sufre porque está lejos de la amada, pero finalmente se unirá a ella como recompensa por su valentía y su esfuerzo. Y una vez que todo termina, el amor entonces es la fuente de la felicidad eterna (y vivieron felices, y comieron perdices), de manera que la relación amorosa es idealizada como un espacio de armonía, de seguridad, de abundancia.
Esta mitificación del amor nos hace sufrir mucho, porque cuando no estamos en pareja solemos creer que todo el mundo ha encontrado la felicidad menos nosotras. Todas las parejas aparentan estar bien, y todas parecen felices: por eso cuando estamos solteras todo el mundo nos anima a buscar la felicidad en el amor romántico.
En los cuentos de hadas las historias de amor siempre acaban el día de la boda: un relato nunca empieza desde el final feliz para mostrarnos cómo es la vida en pareja, y las dificultades por las que atraviesan las relaciones amorosas a través de los años. En los cuentos no nos hablan de los efectos de la rutina, el egoísmo, la comunicación, la convivencia, las luchas de poder… porque las historias de amor son para entretenernos y para escapar durante un rato a un mundo feliz que no es el nuestro, no para mostrarnos la realidad de nuestra vida cotidiana.
Esta sublimación del romanticismo en las películas y las novelas genera unas expectativas que chocan frontalmente con la realidad, y es otro de los motivos por los que no es fácil disfrutar del amor en toda su plenitud: las decepciones nos convierten en personas frustradas. Cuanto mayor es la idealización, más brutal es la distancia entre los sueños y la realidad, y más sufrimos.
La vida cotidiana es más gris y aburrida que la de las películas, y no existen personas perfectas que calcen a la perfección con nosotras: nos han vendido unos mitos como el del príncipe azul o la media naranja que nos mantengan entretenidos y entretenidas buscando a una persona maravillosa que encaje con nosotras a la perfección. Así nos preocupamos más de nuestros problemas que de los problemas sociales, así es como dedicamos nuestro tiempo y energías en buscar pareja en lugar de dedicarnos a los asuntos de la polis.
En el camino, nos encontramos con muchas personas de carne y hueso a las que nos cuesta amar tal y como son, porque son muy pocas las personas que encajan en el modelo que nos han vendido en las películas con final feliz. A nosotras nos dicen que algún día encontraremos a alguien que se encargue de nosotras, que nos salve y nos solucione los problemas, a ellos les dicen que entre todas las mujeres existe una princesa obediente, sumisa, bella, encantadora, pasiva, perfecta, y dulce que vivirá eternamente enamorada de ti y nunca te traicionara. Esos hombres ideales no existen, esas mujeres virtuosas que te aman incondicionalmente tampoco.
No podemos disfrutar del amor en su plenitud porque tenemos poco tiempo para amar. La vida posmoderna está llena de obligaciones, horarios y rutinas que nos hacen caer literalmente desplomadas al final del día. Ese es el momento que tenemos para tener una buena conversación con nuestra pareja, para jugar entre las sábanas y hacer el amor, pero no podemos pasar la noche entera en vela retozando porque al día siguiente hay que trabajar y resolver mil y un asuntos pendientes. Las estadísticas nos indican que la gente elige los sábados y domingos para tener relaciones íntimas, pero el fin de semana suele estar también plagado de compromisos sociales, familiares y domésticos, y pasa volando… Reservar una tarde o un fin de semana entero para dedicarse al amor es poco menos que imposible, porque cada vez tenemos menos tiempo para detener los relojes y entregarnos a los placeres de la vida con nuestras parejas, si las tenemos.
El gran obstáculo para disfrutar de amor, sin embargo es el miedo. El miedo al futuro, el miedo a la soledad, el miedo a que se acabe nuestra relación, el miedo a ser rechazada, el miedo a hacer daño o a que nos hagan daño, el miedo que la otra persona te sea infiel, el miedo a no encontrar el amor de nuevo… perdemos muchas horas al día ancladas en el “¿y si…?”, una estructura que nos permite anticipar situaciones que no se han dado. Vivimos presas del futuro que no ha llegado porque necesitamos seguridad, necesitamos certezas, y queremos controlarlo todo. Por eso exigimos al amante que nos de su palabra de que nos amará para siempre, y por eso nos gustan tanto las promesas del amor: queremos tener la certeza de que nos van a amar con la misma intensidad, necesitamos pruebas de que la otra persona se compromete plenamente.
Sin embargo, el amor solo puede vivirse en el aquí y el ahora: el futuro siempre es incierto, y no depende de nosotras ni de nosotros. Sólo que nadie nos ha enseñado a disfrutar del presente, por eso siempre estamos pensando en «lo siguiente», y nos frustramos cuando diseñamos un plan perfecto para el futuro que no se cumple.
Otro obstáculo para disfrutar del amor es centrar todos nuestros afectos en una sola persona, pues el amor no puede reducirse a la pareja. Los amores son diversos siempre: son sentimientos universales y grandiosos con los que nos relacionamos con la vida que llevamos, con el goce de la existencia, con la naturaleza, con los animales, con la gente cercana (la familia, la vecindad, y las personas de carne y hueso a las que vemos a diario y forman parte de nuestra cotidianidad).
El amor es una forma de relacionarse con el mundo, por eso cuando amamos con el corazón abierto y con generosidad, recibimos más amor, y generamos más amor en los demás. El trato amoroso, sin embargo, no es lo más común en el mundo en el que vivimos: generalmente nuestro día a día esta marcado por las guerras cotidianas que sostenemos con nuestros jefes, vecinos, familiares… y con las instituciones (el banco, Hacienda, la policía que pone multas, la empresa de telefonía que no cumple con el trato…).
Estas luchas de poder nos hacen sentir una profunda desconfianza en los demás: vivimos en un mundo de relaciones marcadas por el egoísmo y las necesidades propias, por eso la mayor parte de las relaciones son interesadas. Y por eso mismo, cuando encontramos a alguien que nos trata bien, que nos quiere tal y como somos, alguien en quien se puede confiar y con quien se puede compartir, es cuando sentimos que la vida tiene sentido y merece la pena.
Sin embargo, no tenemos muchos mecanismos para relacionarnos amorosamente con el entorno, por eso cuando encontramos pareja tampoco sabemos querernos bien. Sufrimos por amor porque no hemos recibido educación emocional y no sabemos cómo gestionar las emociones. Sólo nos enseñan a reprimir los sentimientos fuertes como la ira, la alegría desbordante, la pena más honda, los celos, el deseo sexual…
Reprimir y contener genera mucha frustración y mucha violencia, por eso nos cuesta tanto ponernos en el lugar del otro, expresaron sin herir al otro, discutir y dialogar sin atacar o sentirse atacado. No sabemos resolver conflictos sin violencia porque en todas las películas los protagonistas usan la fuerza física o armas para doblegar y someter al otro, o para aniquilarlo.
Todas las tramas narrativas se construyen desde el esquema buenos/malos. Nosotros somos los buenos, los malos son los demás: con lo enemigos no se sienta uno a hablar. La única manera de relacionarse con los enemigos es la batalla frontal: golpes, disparos, bombardeos, puñetazos, gritos, insultos, amenazas, humillaciones… Los únicos referentes emocionales que tenemos son los que nos ofrecen los cuentos y las películas, y son siempre modelos basados en esta lucha de poder: estructuras de dependencia, dominación-sumisión, sacrificio y entrega.
También sufrimos porque no elegimos bien a nuestro compañero/a. La necesidad de tener pareja o de vivir un bello romance nos arroja a veces en brazos de gente sin herramientas para disfrutar del amor, o de gente que no nos conviene, o de gente que no tiene nada que ver con nosotras. Nos conocemos a fondo después de idealizarnos y enamorarnos: de ahí las profundas dececpiones que experimentamos al comprobar que la otra persona no es como nosotras creíamos.
Nos hace sufrir mucho, también, la falta de herramientas para resolver nuestras propias contradicciones internas, que nos mantienen confusas, indecisas, vapuleadas por el contexto posmoderno que habitamos.
El romanticismo es la nueva utopía emocional de corte individualista que nos sigue marcando las metas, los mitos, los roles, y las identidades: necesitamos sentirnos especiales, necesitamos sentirnos únicas, y necesitamos sentirnos imprescindibles.
Queremos libertad, queremos compañía, luchamos por ser independientes, pero necesitamos a la gente. Queremos soltar y queremos atarnos…las emociones contradictorias nos hacen dudar de lo que realmente queremos, y de lo que sentimos, y hasta de quiénes somos. Perdemos muchos años de nuestras vidas ancladas en la falsa separación entre mente y cuerpo, razón y emociones, deseos y deberes. La poesía sublima estas contradicciones con hermosas metáforas, pero en la vida real nos paralizan completamente, y nos hacen sentir permanentemente divididas y desorientadas, porque pensamos el mundo con las estructuras patriarcales del pensamiento binario: como si la noche fuese lo contrario del día, como si el bien fuese lo contrario del mal, lo masculino fuese lo contrario de lo femenino, etc.
Estas dicotomías patriarcales nos obligan a elegir: sólo nos dejan ser una parte, no el todo. O eres una mujer buena, o eres una mujer mala. O eres inocente, o eres culpable. O estás en el camino correcto, o te estas equivocando estrepitosamente. Esta falta de matices nos pone contra la espada y la pared constantemente. Pensando así, además, no nos percibimos jamás como seres completos, sino medias naranjas que necesitan otra media para ser felices.
Buscar la felicidad también nos hace infelices, obviamente. Pensamos siempre que la felicidad está en otra parte y por eso esa sensación de impotencia cuando la felicidad no llega. Creemos que la felicidad está en personas, en objetos, en puestos de trabajo, en el dinero, en la fama o el reconocimiento social, por eso es tan frustrante cuando alcanzamos esas metas y no nos sentimos desbordantes de felicidad.
Para sufrir menos y disfrutar más del amor, es importante desmitificar el placer del sufrimiento y trabajarse el autoboicot. Muchas veces nos cuesta disfrutar de la vida porque nosotras mismas nos construimos muros y obstáculos para la felicidad, o porque nos sentimos culpables si estamos bien, o porque nos cuesta asumir que hay temporadas en la vida en las que nos va de maravilla y no nos queda otra que gozar del momento presente.
Para sufrir menos y disfrutar más, deberíamos a aprender a amar en libertad a las personas, y practicar el desapego para no apropiarnos de ellas ni sentirlas “nuestras”. La vida es un camino en el que la gente nos acompaña por ratitos, o por etapas: nuestros abuelos no son inmortales, nuestras madres y padres no duran para siempre, nuestros compañeros de escuela o de universidad dejan de formar parte de nuestra cotidianidad cuando acaba la etapa estudiantil….
Los novios y las novias van y vienen: a veces nos acompañan una noche maravillosa, otras veces son años de caminar por el mismo sendero… por eso es tan importante saber dejar atrás el pasado, aprender a disfrutar del presente, y asumir que nada es eterno. Tenemos que aprender a cerrar etapas, a aceptar las pérdidas y los finales, a terminar las relaciones con cariño y amor.
Sólo así podremos aprender a disfrutar de los nuevos tiempos, las nuevas personas, las nuevas etapas. Sin rencores, sin traumas, sin desgarros eternos que se nos queden dentro y nos impidan vivir otras cosas.
Para disfrutar más de la vida, estaría bien deshacerse de la insatisfacción permanente que nos tiene siempre frustradas, que continuamente nos lleva a querer más, o a desear algo mejor. Nos cuesta pararnos a pensar en lo bien que estamos, en lo felices que somos, en valorar las cosas que tenemos, los afectos de los que estamos rodeadas. Dedicamos mucho tiempo, en cambio, hacer inventario diario de lo que no tenemos, y pasamos mucho tiempo imaginando cómo todo se transforma por arte de magia (me toca la lotería, encuentro al amor de mi vida por fin, me ascienden en el trabajo, me voy de luna de miel a la otra punta del planeta… )
Cuanto más tiempo perdemos esperando el acontecimiento mágico que cambiará nuestras vidas, menos esfuerzos e imaginación dedicamos a cambiarlas nosotras mismas. Por eso creo que nos vendría bien un poco menos de fantasía romántica, y un poco más de trabajo individual y colectivo para mejorar nuestras vidas a todos los niveles (afectivo, sexual, económico, profesional, social, sentimental…)
Para que podamos disfrutar todos del buen querer, necesitamos repensar el amor, desmitificarlo, desmontarlo, despatriarcalizarlo, y volverlo a inventar. Tenemos que ensanchar el concepto de amor más allá de la pareja, disfrutar de los afectos sin jerarquizarlos, liberarnos colectivamente de la represión, la culpa, y el miedo. Este trabajo no tiene sentido si lo hacemos a solas: para poder relacionarnos de otras formas, tenemos que sacar el debate a las calles, y ponerlo de moda en las plazas, las asambleas, los congresos, los mítines políticos, las aulas, los foros,los bares, los parques, los platós de televisión, y las redes sociales.
Si logramos identificar las claves culturales del sufrimiento, de la desigualdad y del romanticismo patriarcal será más fácil que nos demos cuenta de que estamos en una estructura heredada que no hemos construido nosotros, que sufrimos todos y todas por las mismas cosas, y que ya es hora de ponernos a trabajar para cambiar las estructuras emocionales y afectivas con las que nos relacionamos, porque las antiguas no nos sirven para disfrutar del amor.
Creo que es necesaria una ética del amor que nos permita tratarnos bien y cuidarnos en todas las etapas de nuestras relaciones, lo mismo al inicio que al final. Para sufrir menos, y disfrutar más, tenemos, también, que
responsabilizarnos de lo que sentimos, y construir herramientas que nos permitan enfrentarnos a situaciones de alta intensidad emocional.
Desde la autocrítica amorosa podemos trabajar para conocernos mejor, para identificar las claves de nuestro sufrimiento, y para trabajar en la coherencia entre nuestras emociones, discurso y acciones. El objetivo final sería poder comportarnos como adultas y adultos en el amor, ser dueñas de nuestros sentimientos y poder expresarlos, relacionarnos con los demás desde la libertad y la generosidad, y construir relaciones hermosas que nos hagan felices.
Creo que una de las claves para disfrutar más del amor es entrenar para desarrollar nuestra capacidad para estar presente y conectar con la persona a la que amamos y el momento en el que estamos. Permanecer en el aquí y el ahora sin pensar en el futuro, sin hacerse expectativas, sin miedo a lo que pueda pasar, sin apresurarse a dar los pasos establecidos tradicionalmente para las parejas. Disfrutando del presente nos hacemos dueñas del tiempo: es el lugar donde más vamos a amar, el espacio en el que más nos van a querer.
Si,
podemos disfrutar del amor… sólo tenemos que
trabajarlo y pensarlo colectivamente, y echarle ilusión, energía, imaginación, y grandes dosis de alegría de vivir: tenemos que construir el amor día a día, romper con los modelos del romanticismo patriarcal, aprender a querernos bien, inventarnos nuevas estructuras emocionales, probar otras formas de querernos, aprender a relacionarnos desde el amor con el entorno que nos rodea, liberarnos de los miedos y de los mandatos de género, y ensanchar el amor para que sea más grande, se reparta mejor, y nos llegue a todos y todas.